Corría el mes de septiembre de hace más de quinientos años, concretamente en el año 1492 –el mismo en el que Cristobal Colón llegaba a las Américas- cuando Alonso Fernández de Lugo, caballero al servicio de los Reyes Católicos, desembarcó en Tazacorte con la intención de tomar La Palma e incorporarla a la Corona de Castilla.
Los benahoaritas pusieron poca resistencia, excepto Tanausú, el mencey que reinaba en Aceró, en la Caldera de Taburiente. Cada vez que las tropas de don Alonso intentaban penetrar por el paso de la Cumbrecita, eran atacados con piedras, palos y flechas. El Adelantado ideó un plan y por medio de un aborigen convenció a Tanausú para salir de la Caldera y firmar un pacto de paz. Pero don Alonso traicionó al caudillo. Lo encadenó y embarcó rumbo a la península para exhibirlo como trofeo. En la nave, Tanausú se negó a comer y sólo murmuraba “Vacaguaré” (“quiero morir”).
El rey de Aceró nunca llegó a puerto, se dejó morir de hambre y el mar fue su sepultura. Hasta aquí la historia, tal y como fue documentada. Una de las más queridas leyendas de La Palma recuerda a Tanausú en la silueta de la Caldera, vista desde las coladas volcánicas del sureste de la isla: el alma del guerrero al morir regresó y quedó fosilizada en la ladera. Y seguro que es verdad. Merece ser verdad.
Alejandro de Bernardo
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