Felicidad es siempre la palabra más larga, la más anhelada. Como si no residiera en cositas simples, en mirar para adentro y celebrar que estamos vivos. No busquemos raíces malas ni complicarnos la vida. Es 2021 y tenemos que imponernos ser felices, aunque sea con mascarilla, porque el Mundo sigue siendo bonito. Yo me propuse hacer un pacto con los fantasmas más rebeldes de mis sótanos y ya está listo. Les cuento la historia porque todos ustedes me caen bien:

Tenía aquí dentro un fantasmita empeñado en entristecerme. Quería que me pasara el día viendo las noticias y contando muertos, brotes, rebrotes, cepas y otras trampas Covid-19 y un día le dije sanseacabó, estate calladito y escúchame tú a mí ahora, malcriado. Y le dije que habría de ser feliz edificando mi pequeño mundo dentro del grande y que la felicidad estaba repleta de detalles a los que debemos prestar atención porque solo esas menudencias nos dejarán volar y ser altos y libres y felices. Y le dije que viera los remolinos musicales del mar todo marejado en el Mar de las Calmas, que se levantara temprano para ver el sol amaneciéndose, que viajara hacia dentro abriendo las páginas de buenos libros, que se hiciera un goto café y lo paladeara como si fuera el último y que se metiera un rato en la cama agarrado a los brazos de su amante aspirando el olor primero de su carne. Solo así principia el Mundo. Y le dije que nunca sabemos el tiempo que nos queda y que por eso escribo y beso la tierna inocencia de los nueve años de mi hijo Pablo y hago un fisco de deporte para sudar colesteroles y, a la noche, descorcho un vino que me arome el sueño porque mañana daré unas vueltas en mi moto para que la adrenalina me haga burbujear la brújula. Porque el norte son siempre las pequeñas cosas de la vida, las que echamos de menos si la enfermedad nos las hurta. Mira pa’dentro. Si quieres, todo es luz.

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