Pero entonces, siguiendo con mi anterior artículo ¿por qué debemos proteger la naturaleza?
Ya en los años 50, al calor de las bombas nucleares, la pregunta no pudo ser eludida, y muchos científicos y filósofos atacaron el tema. Básicamente, había tres opciones sobre la mesa. La primera, era proteger la naturaleza en tanto en cuanto esta era bella y pura. La segunda, era un motivo religioso; la naturaleza era obra de un creador, nuestro creador, y por lo tanto, debía ser protegida. La tercera argumentaba que la naturaleza es una fuente (la única fuente) de recursos presentes y futuros, y por lo tanto, debe ser gestionada con inteligencia, lo que solo puede hacerse manteniendo su riqueza y sus ciclos en la medida de lo posible.
Recuerdo vivamente la clase en la que me plantearon estas opciones y mis compañeros de clase votaron a mano alzada. Y la ganadora fue la primera opción: proteger la naturaleza en tanto que es algo hermoso. Pero el profesor nos hizo ver enseguida que estábamos equivocados. Realmente, los dos primeros eran los argumentos que habían existido siempre, y no habían funcionado. Había hambre, había frío. Y bien pensado, la belleza es subjetiva. Mi abuela tenía fobia a las cosas con plumas y una amiga mía no puede ver un lagarto a menos de 10 metros.
Hoy en día, toda la legislación de protección del medio ambiente se articula sobre la tercera opción: la naturaleza es una fuente de recursos presentes y futuros. Pero, ¿por qué un enfoque tan materialista? La respuesta sencilla es porque funciona. La ecuación entre sobrepesca y hambre puede explicarse de forma efectiva a un marabú senegalés y a un burócrata de la China Popular. A una persona rica y a una pobre. A una persona creyente y a una que no lo es. A una persona leída y a un borrico.
Carlos Clavijo Pacheco
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