En estos días del Black lives matter y en pleno mes del Orgullo LGTBI, cabe preguntarse qué hemos hecho mal para acabar convirtiendo en negativo lo que nos hace diferentes.

Vivimos un extraño período de la historia en el que necesitamos sentirnos especiales y únicos, pero donde sigue siendo imprescindible encajar en lo que se considera socialmente correcto. Como si necesitáramos hacer brillar lo que nos hace distintos… pero no mucho.

Destacar sí, pero lo justo.

Y es que incluso habiendo avanzado tanto en libertades individuales, seguimos sin afianzar lo que las generaciones anteriores consiguieron por y para nosotros. Incluso en el “tolerante” mundo de la Cultura, la mujer (el 50% de la población) sigue sido sistemáticamente limitada a determinados roles. Las minorías raciales (un término que no tiene sentido en su propia definición) conviven con el encasillamiento estilístico. Y la diversidad sexual es todavía un impedimento para llegar al público de masas.

¿Tiene alguna lógica que nos graduemos en el instituto sin haber estudiado apenas una sola autora en Literatura o compositora en Música? ¿En serio puede un país como EE.UU ser la cuna del jazz, el soul o en R&B y sufrir esta oleada de racismo? Y no es que recurramos de nuevo a Lorca o Virginia Woolf… es que la propia Chavela Vargas tuvo que esperar al final de su vida (siglo XXI) para declararse abiertamente lesbiana. Los ejemplos son innumerables.

Lo más preocupante es que, lejos de avanzar en este sentido, cada día surgen nuevas microminorías malhumoradas que hacen flaco favor a la normalización y la búsqueda, en definitiva, de la libertad individual, el valor del talento sin aditivos y la diversidad cultural, que es con lo que realmente todos ganamos. Mientras tanto, la homosexualidad de Pablo Alborán será un titular mayor que el del lanzamiento de su disco y nuestra sociedad será un poquito más gris hasta que aceptemos con orgullo todos nuestros colores.

Juan Castro
@juanset.ct