A raíz del fallecimiento de Isabel II (Reino Unido 1926 – 2022) y de la cobertura mediática que la reina de las reinas ha suscitado con su partida, he estado fascinada y abducida por toda la fanfarria y muestras de poderío que el reino vecino ha desplegado para despedir a su queen. Nadie como el pueblo británico para maximizar una inversión que ha conseguido enganchar a más de cuatro mil millones de personas a lo largo y ancho del Planeta.
Un boato y esplendor digno de las mejores épocas del imperio (the show must go on) y un Gobierno, el de su graciosa majestad, que no ha parado, como es costumbre, de hacer caja a costa de sus royals.
«Admitamos que, en este país nuestro, estamos a años luz del pragmatismo y capacidad de la ciudadanía anglosajona»
De ahí la importancia del marketing y de saber rentabilizar una monarquía para garantizar que sea un activo lo más productivo y rentable posible para la nación que representa. Admitamos que, en este país nuestro, estamos a años luz del pragmatismo y capacidad de la ciudadanía anglosajona para generar beneficios tangibles, económicos y políticos apoyándose, en pleno siglo XXI, en una institución en principio arcaica y obsoleta. Ante tan fragante evidencia solo puedo emitir un desconsolado chapeau, con la esperanza de que en algún momento se les encienda la bombilla a quienes nos gobiernan y decían optar por un copia y pega.
Mientras tanto me quedo con la figura del personaje y su proyección histórica. Setenta años de servicio y total dedicación a supatria, que se dice pronto. Al margen de sus luces y sombras, que haberlas haylas, admiro la magistral clase de dignidad y saber estar que ejerció a lo largo de su reinado y de la cual se benefició en numerosísimas e históricas ocasiones la población de sus islas. Supo hacer de uno de los proverbios con más rancio abolengo de Gran Bretaña («Manners Maketh Man») su leitmotiv. Una declaración de principios en donde se establece que la cortesía, educación, buenas maneras y civilidad son esenciales para la humanidad.
Que faltita nos hace esa flema británica. No hay sino que pararse un rato a escuchar o a escucharnos. Echándome un Te estoy, pa ver si se me pega alguito.
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