Fotografía / David Gil
La pintora Amelia Pisaca (Santa Cruz de Tenerife, 1966) expone hasta el 27 de febrero la muestra El lugar de la duración en el Centro de Arte La Recova de la Capital tinerfeña, ocasión propicia para empaparnos de ella, de su dramatismo existencial, de su rebeldía.
Pisaca es una de las artistas canarias referentes en el estilo surrealista contemporáneo. Su obra se caracteriza por reflejar otros mundos que, confiesa, cree que existen. Por eso utiliza el lienzo como excusa para reflejar, canalizar, esas otras realidades. Son paisajes internos que aparecen en su vida diaria y que compone a través de signos y personajes corpóreos y espirituales. Es la conexión que mantiene, dice, con el arcángel Rafael, el responsable de sanar al ser humano y a los animales, y de cuidar a la Tierra de los males que la acechan. Experiencias místicas, esotéricas que se componen, también, con el Cristianismo aunque no sea creyente. Descubrimos, entonces, una serie de belenes flotantes y un cielo de cristal que visiona el amor. Es la magia de unos horizontes que existen en la mirada trascendente de la artista. Son viajes mentales que conectan mundos disociados y sensibles.
«En Tenerife soy un poco maldita»
«El conflicto me persigue»
«Mi sino es dar por saco»
El camino de Amelia Pisaca es muy personal. Probablemente porque no encaja entre «tanta sinvergüencería terrenal». Odia, así, con todas las letras, la sociedad institucional. Se rebela contra los corsés impuestos. Está harta. Y el arte no escapa a su crítica. Afirma que la creación se ha convertido en un «sarcófago helado». Frío, mucho frío. «Paso por una galería y no me dan ganas de entrar», subraya. Su apuesta, en cambio, es cálida. Propone atmósferas comunicativas, alegres, histriónicas, voladas de mente. Libertad, fraternidad y, claro, igualdad. Es feminista, pero no de las instaladas en el politburó, en lo más de lo mismo. Se trata de romper moldes, barreras, no de asentarse en la institución. La artista tinerfeña es punk. Contracultura y sentido del humor.
Amelia es incómoda. Asegura que el conflicto la persigue y que en Tenerife es un poco maldita. «Mi sino es dar por saco», sentencia. Habla claro, pero sin ardimiento ni aspavientos de galería. Más bien susurra. Seduce. Sosiego implacable.
La travesía de la hacedora es beligerante. No obstante, pese a los envites, después de más de treinta años en el oficio vive de la pintura. Reivindicación estética. Y vital.
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