La compañía de teatro no tenía nombre registrado. No tenían CIF. Sus tres empleados, Ricado, Luisa y Esther García, no estaban dados de alta en la Seguridad Social. El cuarto de lavar y la terraza que hacían de local de ensayos y escenario, no contaban con plan de seguridad. Las sillas no estaban homologadas, la accesibilidad brillaba por su ausencia y el control de aforo se limitaba al sentido común.

Pero esa azotea de la Calle La X de Santa Cruz de Tenerife siempre se llenaba. Sin faldones en prensa. Sin página web o banners publicitarios. Bastaba con el mejor grupo de difusión jamás diseñado: los vecinos del barrio y sus correveidiles.

Y ahí estaban mi abuela y sus hermanos, con poco más de diez años, ofreciendo un programa que constaba de un par de canciones, una exhibición de claqué y su particular versión de “La señora Baronesa”, de la Orquesta Gran Casino. Todo un espectáculo por el que cobraban una perra a cada asistente. Libre de IVA.

Siento necesidad de visualizar esa humilde estampa de principios de los años 40 para entender ciertas realidades de 2020. Un presente en el que reuniones, manifiestos y decisiones que tomar sientan en la misma mesa a instituciones, empresas y colectivos culturales. Conversaciones eternas en las que todos somos profesionales de la queja, pero incompetentes generadores de soluciones. Porque el de la Cultura es un sector demasiado amplio, y esto hace imposible que el lenguaje de la recuperación sea el mismo para el director de cine con dos Goyas y un Oscar, los tres colegas del Conservatorio que acabaron montando su estudio de grabación o el payaso que solo se da de alta para el Festival Internacional de Clownbaret. Demasiado diverso para que una voz se alce en representación del gremio sin acabar barriendo para casa.

Pero eso no es excusa. Los planes y las líneas de acción hay que diseñarlas ya. Y por ello me he permitido el lujo, solo por un instante, de buscar cierta pureza en el origen de toda esta Industria Cultural. Y curiosamente, en estos días de música y dibujos en los balcones, mi mente ha volado hasta la azotea de mi abuela. Donde los ingredientes se reducían al amor por el arte, las ganas de crear y tener un público. Tal vez, solo tal vez, desde ahí deberíamos partir.

Juan Castro
@juanset.ct