Caminar por Madrid tiene encanto, tiene flow. Una ciudad multicultural que nunca duerme. Ni yo tampoco. O al menos hace una semana. La historia es que tuve que racanear camas porque alquilar un espacio era too much. Los primeros días me quedé en la residencia de mi hermana Silvia, en una habitación pequeña. Suficiente y gratis. El apeadero (un decir) está por el barrio de Salamanca, donde el estilo Cayetano se palpa en cada esquina. El caso es que mi ventana daba a la calle y una que tiene el sueño ligero en vez de contar ovejas contaba camiones de basura. Los siguientes cuatro días me hospedé con un amigo que vive en las afueras, en Puerta del Ángel. Una zona que llaman La nueva Brooklyn por sus ansias de crecimiento. En este segundo techo estuve muy a gustito: despertar y respirar el aire madrileño, sesión de yoga, desayuno rico, conversar, pasear, mercadillos, tesoros, el gato Rufino, las lentejas de Julie, filosofar con Abraham y perderme en el metro con la banda sonora de Blackpanda. De vuelta a Tenerife pillé la gripe. Me tumbó. Seguramente la traje de la Corte y Villa. Consecuencia de creerme que el calorcito canario está en todas partes. Y no.